viernes, 7 de septiembre de 2012

El tesoro del Padre Crespi (Parte 1)

 
 
 
El tesoro del Padre Crespi (Parte 1)
En la región amazónica ecuatoriana llamada Morona Santiago existe una caverna muy profunda, llamada Cueva de los Tayos.
La caverna, que se encuentra a una altura de 800 metros sobre el nivel del mar, se

llama Tayos, del nombre de característicos pájaros semiciegos que viven en sus profundidades. Los indígenas Shuar o Jíbaros (que tenían la costumbre de reducir el cráneo de los enemigos muertos en batalla), que viven en las cercanías de la gruta, solían alimentarse de esas aves.
La noticia más antigua de la caverna se remonta a 1860, cuando el general Víctor Proano envió una breve descripción de la gruta al Presidente del Ecuador de entonces, García Moreno.
No obstante, sólo en 1969 un investigador húngaro de nacionalidad argentina, de nombre Juan Moricz, exploró a fondo la caverna, encontrando muchas láminas de oro que contenían incisiones arcaicas parecidas a jeroglíficos, estatuas antiguas de estilo medioriental y otros numerosos objetos de oro, plata y bronze: cetros, yelmos, discos y placas.
El investigador húngaro llevó a cabo también una extraña tentativa de oficializar su descubrimiento, registrando sus hallazgos en la oficina de un notario de Guayaquil, el día 21 de julio de 1969, pero su solicitud fue rechazada.
En 1972, el escritor sueco Erik von Daniken difundió en todo el mundo el hallazgo del investigador húngaro.
Cuando la noticia del extraño descubrimiento de Moricz se divulgó por el planeta, muchos estudiosos y esotéricos decidieron explorar la caverna en expediciones privadas.
Una de las primeras y más arriesgadas expediciones fue la conducida en 1976 por el investigador escocés Stanley Hall, en la cual participó el astronauta estadounidense Neil Armstrong, el primer hombre que pisó la luna en 1969.
Se narra que el astronauta refirió que los tres días que permaneció en el interior de la gruta fueron incluso más significativos que su legendario viaje a la luna.
En la empresa participó el espeleólogo argentino Julio Goyen Aguado, amigo íntimo de Juan Moricz, de quien había recibido referencias sobre la exacta localización de las placas y láminas de oro talladas.
Parece que Goyen Aguado, bajo indicación de Moricz, quien no participó en la expedición, despistó a Stanley Hall, impidiéndoles a los anglosajones apropiarse de los antiguos hallazgos de oro.
Otras versiones de la historia sugieren, en cambio, que los anglosajones saquearon parte del tesoro, llevándoselo ilegalmente de Ecuador.
Según otros investigadores, quien verdaderamente descubrió los inmensos tesoros arqueológicos de la Cueva de los Tayos no fue el húngaro Moricz, sino más bien el sacerdote salesiano Carlos Crespi (1891-1982), nativo de Milán.
Crespi habría indicado a Moricz cómo entrar en la caverna y cómo encontrar el camino correcto en el laberinto sin fondo que se encuentra en sus profundidades.
Carlos Crespi, quien llegó a la selva amazónica ecuatoriana en el lejano 1927, supo ganarse pronto la confianza de los autóctonos Jíbaro e hizo que le entregaran, en el curso de los decenios, cientos de fabulosos pedazos arqueológicos que se remontan a una época desconocida, muchos de ellos de oro o laminados en oro, por lo general magistralmente tallados con arcaicos jeroglíficos que nadie ha sabido descifrar hasta hoy.
A partir de 1960, Crespi obtuvo del Vaticano la autorización de abrir un museo en la ciudad de Cuenca, donde estaba ubicada su misión salesiana. En 1962 hubo un incendio y parte de los hallazgos se perdieron para siempre.
Crespi estaba convencido de que las láminas y las placas de oro que él encontró y estudió señalaban sin lugar a dudas que el mundo antiguo medioriental anterior al diluvio universal estaba en contacto con las civilizaciones que se habían desarrollado en el Nuevo Mundo a partir de hace sesenta milenios. (mira mi intrevista a la arqueologa Niede Guidon).
Según el Padre Crespi, los arcaicos signos jeroglíficos incisos o grabados quizá con moldes, no eran otra cosa que la lengua madre de la humanidad, idioma que se hablaba antes del diluvio (ver mi artículo sobre el idioma nostrático).
Las conclusiones de Crespi eran extrañamente similares a las de otros investigadores del mismo período, como el esotérico peruano Daniel Ruzo (estudioso de Marcahuasi), el médium estadounidense G. H. Williamson, el arqueólogo italiano Constantino Cattoi o el investigador italo-brasilero Gabriel D’Annunzio Baraldi (quien documentó a fondo la Pedra do Ingá).
A fines de los años 70 del siglo pasado, Gabriel D’Annunzio Baraldi visitó frecuentemente Cuenca, donde conoció tanto a Carlo Crespi como a Juan Moricz.
En aquella ocasión, Carlo Crespi le reveló al italo-brasilero que la Cueva de los Tayos no tenía fondo y que las miles de ramificaciones subterráneas no eran naturales, sino construidas por el hombre en el pasado. Según Crespi, la mayoría de los hallazgos que los indígenas le daban provenían de una gran pirámide subterránea, situada en una localidad secreta. El religioso italiano confesó luego a Baraldi que, por miedo a futuros saqueos, ordenó a los indígenas cubrir totalmente de tierra dicha pirámide, de manera que nadie pudiera encontrarla nunca más.

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